lunes, 8 de junio de 2020

EVALUACIÓN... qué palabra.


 
    Estamos en la recta final y toca evaluar. Evaluar. Esa palabra. Esa palabra con tantas connotaciones. Esa palabra que asusta a algunos, esa palabra que premia, esa palabra que castiga, esa palabra que pone punto final a algo. 
    Si algo he aprendido durante las clases a distancia es que, más que nunca tenemos que evaluar el proceso, no el final. Y evaluar el proceso implica mirar más allá de donde mira un número; pero no al final, sino desde el principio.
    ¿Nos hemos parado a pensar por qué un niño no nos manda tarea? ¿Pensamos por qué se ha descolgado del proceso? ¿Hemos pensado cómo es nuestra aportación a la escuela, si buscamos la motivación del niño, si es ahora, al momento de evaluar cuando no tengo ni idea de cómo han estado o cómo se sienten nuestros chicos?
    Me cuesta mucho salir de la rutina de exámenes que marcan con un número y después, ese número sube o baja según las tareas que hayan hecho en casa. 
    Pero el 13 de marzo supuso un antes y un después en todo esto. El 16 de marzo abrí un ordenador y tras un par de décadas de experiencia me dije: ¿Qué narices hago yo ahora? Y en contra de lo que algunos piensan, creo que tenemos una buena formación para seguir con la educación. Primero porque quiero seguir confiando que esta es una profesión de vocación. Segundo, porque la formación en los Centros de profesores, en centros educativos y la formación on line es una buena apuesta por parte de la administración. Y tercero, porque, ante el avance de una locura sanitaria como la covid 19 no nos queda otra que ponernos las pilas. 
    Y ahí es donde hemos estado la gran mayoría. En el qué hago para seguir con ésto. Y mientras avanzo voy cambiando. Antes me servían mucho los libros de texto, ya no tanto. Antes necesitaba exámenes, ya no tanto. Antes utilizaba mucho la intuición, ahora forma parte de mis criterios de evaluación.
    Evaluar. Esa palabra. Esa palabra que ha marcado mi vida académica. Cuando aprobé la oposición dije que nunca más volvería a examinarme, ni siquiera fui a hacer los exámenes a la escuela de idiomas. Seguiré aprendiendo, pero no quiero examinarme. Dios, qué fobia. Nunca renunciaré a aprender, pero cómo pesa el dichoso numerito. Pero hay que poner un número.  Y en un número caben tantas cosas... Que yo ahora me planteo: con lo que tengo desde mediados de abril que empezó el tercer trimestre hasta hoy sábado a las 6:30 h de la mañana, ¿qué tengo para evaluar a mis chicos si no he hecho exámenes?
    Pues tengo su miedo inicial al covid, tengo su angustia a no tener libros en casa, tengo los arco iris que me mandaban, las vídeollamadas, las llamadas desesperadas de los padres, tengo a alguna mamá que trabaja en residencia de ancianos y que está confinada en su habitación, sola, con positivo; tengo la falta de wifi y datos, falta de ordenadores y tablet; tengo las ganas de salir a jugar, tengo los aplausos de las 8, los mensajes de ánimo; tengo los derechos individuales y los colectivos, la paciencia por bandera, los problemas de conexión, el balcón llenos de mensajes y los paseos clandestinos. Tengo el apoyo más sincero y la oposición más feroz. Tengo un claustro más unido, una administración más distante y unas leyes más inciertas. Tengo una sociedad dividida, mascarillas en los pomos de las puertas y un olor a ge hidroalcohólico. Tengo una mudanza imprevista de despacho y un curso on line que me enseña a comunicarme telemáticamene. Y además de todo ello, tengo cientos de fotos de cuadernos de mis chicos con las tareas que he ido mandando cada día desde el 16 de marzo. Tengo mensajes de desesperación, mensajes que me piden parar, tengo una plataforma donde pongo positivos a los padres y positivos a los niños. Y desde finales de mayo tengo la alegría de los niños, que me dicen que aprenden mejor desde que hago esas cosas de la gamificación y no mando tareas.  Qué bonito eso de aprender jugando, y no me daba cuenta. 
    ¿Qué si tengo cosas para evaluar? Tengo todos los resultados del proceso de enseñanza aprendizaje. Solo me falta decidir si quiero que sea una evaluación final o una evaluación sumativa. 
    O los maestros ponemos ahora nuestro lado más humano o no tendremos otra ocasión como esta para hacerlo. 

Pi 

martes, 7 de abril de 2020

Diario de un acoso mal interpretado



El 12 de marzo lo tuve claro. Queda solo un día de pesadilla, lo están diciendo por Facebook. A partir de mañana viernes empieza la calma. No tenía mucho sentido ni coherencia con lo que escuchaba en las noticias, pero para mí todo el mundo estaba del revés. Ese revés comenzó hace dos años cuando tuve la malísima suerte de cambiarme de instituto. Mi madre aceptó una buena oferta de trabajo, con un sueldo mejor… con una nueva vida, como decía ella. Una mierda. Yo me hubiera quedado con papá, pero en las guerras internas familiares yo no podía entrar. Me consideraban daños colaterales. Así es que, cuando aterricé en aquella nueva vida, empezó mi propio calvario. Tener quince años, ser delgada, mona, morena y con el pelo largo… no era buena idea. Ahí empezaron los problemas.

Por cierto, no me he presentado. Soy… Eva, por ejemplo. Tengo quince años y el 13 de marzo empezaron, para mí, los mejores quince días de mi última vida. 
Ese día nos dijeron en el instituto que, de momento, se suspendían las clases presenciales, que íbamos a seguir trabajando, pero desde casa, que los profesores nos iban a mandar trabajo y esas cosas. Algunos compañeros gritaban de alegría porque no había instituto, otros tenían cara de miedo, y otros, como yo, teníamos cara de “por fin se han escuchado mis plegarias”. Si me ve Rosa, se habría dado cuenta y antes de salir del instituto me hubiera pillado en el baño. 
Lo del confinamiento en casa me parecía una salvación. Qué más da cómo vaya el mundo, ¿quién se había preocupado de cómo me iba a mí? Ni siquiera el imbécil de educación física aquel día que Rosa me movió la colchoneta cuando saltaba el potro. Qué chorrada lo del potro. Y qué doloroso fue, no partirme el labio, sino las risas de toda la clase. Y él, como si aquello fuera normal, me mandó a conserjería con otro compañero y siguió la clase, tan normal. A mí me curaron las heridas en el centro de salud, las otras heridas… me las lamía sola en el sillón de mi habitación.  Al día siguiente el director hizo un amago de bronca en su despacho, Rosa pidió perdón con cara de arpía y todos tan contentos. Menos yo.
Así es que, a partir del día 13 de marzo, para mí sí son vacaciones, qué queréis que os diga. Aunque no fue todo tan bonito como yo pensaba. Cuando empecé a ver en Instagram y Facebook fotos mías que yo no publicaba.... Ya no había agresiones físicas en el pasillo o en el baño; ahora eran en las redes sociales. Mi amigo Mario fue el que me avisó. Así que dejé de entrar en ellas el jueves 19, el día del padre. Después de felicitar a papá, decidí no volver a entrar. 
Y aquí estoy, confinada en un piso de 58 metros cuadrados. Con mi madre medio histérica porque no está conmigo lo suficiente (yo lo agradezco porque no le perdono que aceptara esa oferta) y viendo el telediario para ver si dan otros quince días más. 
Me debato en una gran dicotomía: por una parte, el dolor y el miedo de esta pandemia y por otro, que por primera vez en dos años estoy tranquila, segura, sin miedo. Quiero seguir así, quiero que este confinamiento no se acabe. 
Mi madre es enfermera en uno de esos hospitales que salen en la tele. Llega a casa reventada y prepara un protocolo digno de una guerra. Sé que está cansada, y a veces, cuando ya se ha desinfectado del virus y se pone la ropa de estar en casa, la abrazo y le digo que todo va a salir bien. Sin arco iris ni nada, solo se lo digo. Y ella, toda inocente, me dice que todo pasará y que pronto volveremos a hacer vida normal, que en nada volveré al instituto y todo será como antes. Y entonces, vienen todos los fantasmas a la vez y me pegan un bofetón de realidad, que ya quisiera dármelo Rosa. Pero no le digo nada, no puedo contarle mi calvario, porque ella tiene el suyo propio y porque no sé si me entendería. Probablemente, si se lo contase, buscaría el teléfono de la madre de Rosa e intentaría hablar con ella de lo que está pasando. Y después, todo sería horrible. No hay cosa peor en un instituto que un chivato. 
Hoy han vuelto a decretar quince días más, ¡qué bien! Lo siento por esa gente que lo está pasando mal, pero qué queréis que os diga... Estoy feliz. Hago todo lo que me mandan mis profesores, leo mucho y dibujo, a carboncillo. Por la tarde bailo en mi habitación y por las noches veo una serie que a mi madre y a mí nos mola mucho. Dios, seguiría en casa toda la vida. 
Hace poco me metí en Instagram... a ver cómo iba la cosa. Parece que se está aburriendo. Ahora la tiene tomada con otra chica, del B, que le recriminó que pusiese una foto mía en bañador, en aquella excursión que hicimos a la playa. Para qué se metería la otra. En la foto estaba patética, pero me defendió, y eso tengo que tenerlo en cuenta. Dice Mario que Rosa lo está pasando mal, que las cosas no están bien en su casa. Bueno... lo del karma y eso.
Ojalá todo esto pase pronto. Muere mucha gente y me duele el alma. Ojalá mañana sea 13 de marzo de 2029 y yo sea enfermera. 
Quiero ser como mi madre, una heroína sin capa, luchando por una sanidad pública para todos, con un trabajo digno y sacando adelante a una adolescente. Una adolescente acosada que calla por miedo, por vergüenza, por lástima. 
Quizá yo también tenga algo de heroína y no lo sé.  Alguien algún día lo juzgará. 




EVALUACIÓN... qué palabra.

       Estamos en la recta final y toca evaluar. Evaluar. Esa palabra. Esa palabra con tantas connotaciones. Esa palabra que asusta a alguno...